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Ha llegado el momento de decepcionar a mi yo pequeña.

Tranquila, nuestro amor hacia Chayanne sigue en pie. Tal y como te prometí, nunca me avergonzaré de eso que sentimos. Quizás de la vez que lloré en el portal de casa con la revista entre las manos que confirmaba que Chayanne estaba casado y tenía un hijo… quizás de eso si me quiera olvidar a veces. Pero eras una intensa y no tenías otros problemas por los que llorar, así que perdonada.

Lo siento, chica. Nunca voy a escribir un libro.

Era mi sueño, incluso llegaba a ser algo mucho más real que un sueño. Era algo «que tenía que hacer». Sabía que algún día pasaría. En algún momento creo que llegué a pensar que tenía potencial. Pero por mi intensidad imaginativa elevada, no porque supiese escribir cosas con sentido o simplemente bien.

Cuando en clase mandaban una redacción, una historieta, un guion…. de lo que fuese, yo era feliz y sabía lucirme. Lucirme para mí, para mis ojos, para mis manos. Era consciente de que mis compañeros con 13 años con la cara granificada que solo dibujaban pollas pequeñas y rechonchas en la pizarra no iban a conectar con lo que yo estaba contando. Esto creo que ya lo he contado, si te lo sabes, perdóname. Creo que siempre cuento las mismas tres anécdotas: ésta, la del queso y la de la coca-cola. Pero es que funcionan realmente bien.

Creo que era primero o segundo de la ESO. Clase de Lengua. Teníamos que traer de deberes una historia con su planteamiento, nudo y desenlace. ¿Me podía haber quedado en la historia de una niña que quiere un perro, le pide a sus padres que le compren un perro y al final le compran un perro? Sí. PUES NO. Rellené dos folios, se los entregué a la profesora, me puso muy buena nota y (lo peor de todo viene ahora) me hizo leer la historia en voz alta para mis compañeros como ejemplo de buen ejercicio.

(en realidad lo peor viene ahora) La historia más o menos era sobre una chica rica que de vacaciones en Menorca conocía a un chico hijo de un pescador. Ella traía taritas de casa y dejaba ver que su vida era una tristeza máxima. Total, que él intenta que ella viva el verano de su vida. Llega el fin del verano, la rancia de su madre le dice enga pa casa y ella se niega a vivir una vida (esto yo lo sabría más tarde) que no sea la de un anuncio de Estrella Damm. El tema es que la chavala acaba haciéndose petisuis tirándose al mar. Vamos, un me enfado y no respiro pero en serio.

No recuerdo bien los detalles de la historia pero lo que no olvido es el silencio que hubo en esa clase con olor a sobaco adolescente al terminar de leer esa redacción.

Maldita sea, ¿por qué no elegí la historia de un perrito?

También la hice. Hace unos años empecé a escribir un cuento sobre un perro adoptado basado en mi historia con el Mashito pero claro, cada vez que me sentaba a escribir plaaaaaaaaaauffff venga a llorar. Así que lo abandoné. El cuento, no a mi perrito.

Sé que jamás escribiré un libro porque no tengo paciencia, porque necesito empezar y terminar lo que empiezo en el mismo momento. No me gusta revisar y releer lo que escribo. No me gusta «darle tiempo» a las ideas. Me gusta soltar un chorrazo y que así se quede. Me gusta utilizar la palabra chorrazo. También me gusta empezar mil borradores de tres frases y abandonarlos sin que se merezcan una segunda oportunidad. Me divierte pensar el título y no cambiarlo aunque cambie todo. Así que lo siento pero creo que solo me queda la opción de escribir muchas cosas random en este blog para luego juntarlo todo y hacer un libro que se titule «Absurda ensalada del chef».

Donde más lejos he llegado creo que ha sido a tres capítulos y a lo que menos… la página de agradecimientos (esto es real):

A mi padre por dejarme su máquina de escribir, a mi madre por los libros de Danielle Steel y a mi profesora de Lengua por hacerme leer en clase mi primera historia.

Una respuesta a “Absurda Ensalada del Chef”

  1. Avatar de Cabaña frente al mar. – Parezco normal, pero no

    […] Puede parecer muy obvio pero el día que descubrí (no hace mucho) o al menos verbalicé lo que pasaba, sentí un poquito de pena (por mí) pero sobre todo mucho alivio. Toda mi vida había estado diciendo que yo era «más de montaña» por el complejo que me generaba ir a la playa. Sentarme frente al mar, estuviese o no desnuda, me hacía sentirme así frente a los otros. He sentido siempre que solo con responder «playa» se me juzgaría porque mi cuerpo no merecía molestar a ojos ajenos. Tirar de este hilo podría llevarme siete libros, que ya sabéis que no escribiría. […]

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