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Cabaña frente al mar.

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Preguntaba Eva Morell en su newsletter de cabañas que si la cabaña perfecta estaría en la montaña o en el mar. Yo dudé y también me enfadé por dudar. Toda la vida había respondido «montaña, montaña» a la pregunta de playa o montaña. Pero, ¿montaña yo? Eso no se lo cree nadie.

Jamás voy a olvidar la primera vez que me fui de campamento sola, sin conocer a nadie. Ventamina. No había cabañas pero es lo más cerca, que creo, que he estado de una experiencia inmersiva en la montaña. Todas las noches, cuando nos mandaban al sobre, tenía que ir al cuartito de enfermería para que una monitora me echase las gotas en mi archiconocido ojopocho. Recuerdo pasármelo increíble recolectando flores para hacer saquitos de tela aromáticos, aprendiendo a hacer papel reciclado, pintando camisetas, aprendiendo sobre astronomía y mirando estrellas a través de los pinos. Pero también recuerdo pasarlo francamente mal otros días. Por ejemplo, el día que hicimos senderismo para llegar hasta unas charcas (ya no recuerdo si eso era un lago, un pozo de barro o qué) para bañarnos como animales. Creo que fui la única que no se metió en ese barrizal por asco y dignidad. A la vuelta recuerdo volver por el sendero, de las últimas de la fila, manchándome con el barro que iban dejando los otros chiquillos salvajes por las hierbas. Qué – puñetero – asco.

También recuerdo vivir con desazón el día que tocó ruta nocturna. Sigo sin verle la gracia y mucho menos la diversión a eso. Caminar por el monte con linternas. Quería tanto que acabase ya esa condena que me caí (sin querer) (obvio), empezó a chorrearme sangre por la pierna y decidí dejarlo pasar para llegar cuanto antes de nuevo al campamento.

Hagamos un breve recuento de cosas que no me gustan de la montaña: me da miedo, no me gustan los bichos, no me gusta mancharme, no me gusta el barro, no me gustan las hierbas aleatorias. No me gusta caminar en exceso por el monte. No me gusta subir cuestas. Soy bastante torpe: me caigo, tropiezo… Todo esto hace que yo en la montaña esté insegura y pelín desquiciada. Pero oye, yo siempre «montaña, montaña».

Puede parecer muy obvio pero el día que descubrí (no hace mucho) o al menos verbalicé lo que pasaba, sentí un poquito de pena (por mí) pero sobre todo mucho alivio. Toda mi vida había estado diciendo que yo era «más de montaña» por el complejo que me generaba ir a la playa. Sentarme frente al mar, estuviese o no desnuda, me hacía sentirme así frente a los otros. He sentido siempre que solo con responder «playa» se me juzgaría porque mi cuerpo no merecía molestar a ojos ajenos. Tirar de este hilo podría llevarme siete libros, que ya sabéis que no escribiría.

Es triste ver cómo he intentado siempre convencerme de la puta montaña cuando lo que yo realmente quiero es prepararme una manzanilla en bragas mientras intento ver el final del mar.

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